Escribo esto poco antes de las 9 de la noche. Acabo de regresar a casa.

Ayer en la tarde me avisaron que un ex alumno autista había sufrido un accidente. Fue la información que me enviaron. Tenía un curso en línea en esos momentos, así que tardé varias horas en ir al domicilio de mi ex alumno (que estaba en un pueblito muy cercano a mi localidad).

Cuando pude dirigirme al sitio ya era de noche. Bajé de mi coche y caminé unos cuantos metros. Lo primero que noté fue el olor a incienso. Un olor que se hacía más fuerte según me acercaba a la casa.

Luego escuché voces. Plegarias. Llanto.

Cuando entré, vi el ataúd. 

Recuerdo que me quedé de piedra en mi lugar. ¿Qué había pasado? Dijeron que solo había tenido un accidente, Juanito no podía estar en esa caja. 

Miré a mi alrededor, con el penetrante olor a incienso aún en el ambiente, y vi a sus padres. Sus rostros estaban desfigurados por el dolor y fue como un golpe de verdad: Juanito había muerto.

Ese chico de quince años, estaba muerto.

Con el nudo en la garganta me acerqué a sus papás. ¿Qué dices en un momento así? ¿Hay palabras adecuadas para unos padres que están de pie ante el ataúd de su niño?

Ni siquiera recuerdo si pude decir algo, creo que solo balbuceé y los abracé. 

Su mamá aumentó el llanto y empezó a repetir sin parar: “Nunca lo entendí, nunca lo entendí”.

El papá estaba con los ojos rojos, casi a punto de explotar.

Le llamé a mi marido para pedirle que llevara unas flores. Pregunté a las tías si faltaba algo, si podía ayudar en algo, en lo que fuera.

¿La razón? Una terrible culpa. No es fácil ver muerto a un niño que una vez estuvo bajo tu cuidado.

Y no escribo esto con el afán de sentirme protagonista, porque no lo soy. Esta historia no es sobre mí. Pero yo fui su maestra.

Y creo que todo maestro en una situación así piensa: “Pude hacer más”. “Si hubiera hecho esto o aquello…”. “Si hubiera insistido…”

Atendí a Juanito en el consultorio del DIF por cuatro años (de sus 7  años a sus 11). Tenía autismo nivel 2 y recuerdo que el principal reto en su caso, eran sus padres.

En primer lugar fue difícil que aceptaran el diagnóstico, luego fue complicado que llevaran al niño a sus respectivas terapias, incluidas las del DIF.

Les costaba afrontar la idea de tener un niño autista. Cuando Juanito cumplió 11 años lo sacaron del DIF y le perdí la pista.

Mi marido llegó con una corona de flores y varias cosas más. Yo pensaba: no es suficiente esto, hay que hacer más cosas por él. Hay que traer más cosas, hay que buscar más para él.

En la casa seguía el llanto y los rezos. El olor a incienso asfixiaba. Mi marido me sacó de ahí para evitar que entrara en una ataque de ansiedad. 

Me dijo: “Yoli, ya no se puede hacer más por él. Ya se fue”.

Fue entonces que empezaron los gritos. Entramos deprisa a la casa para ver qué había pasado. El papá de Juanito le gritaba a su esposa:

“¡Fue tu culpa!”.

Ella respondía: “¡Tú siempre dijiste que estaba loco!”.

Empezaron las acusaciones, los insultos. Fue un momento muy triste, pues mientras los papás se echaban culpas, los demás solo veíamos un ataúd detrás de ellos.

Eso pasa, ¿no? Esperamos cuando ya no hay remedio para buscar culpables, porque la propia culpa nos aplasta.

Los gritos continuaron por varios minutos, hasta que cada padre se retiró a un rincón.

Una tía me contó: Juanito había “empeorado”. Era atendido en el psiquiátrico donde le mandaban medicación tras medicación pues su autismo ya era nivel 3.  Lo encontraron ese día tirado en el suelo con varios frascos de pastillas vacíos a su alrededor.

Hace dos horas mi marido y yo fuimos al cementerio para acompañar a la familia al último adiós.

Había frío, con el cielo con nubes grises y el viento helado. En los cementerios siempre hay una sensación terrible. Es el último lugar que deseamos visitar, por lo que significa: llevamos a alguien querido.

De nuevo el olor a incienso, el escozor en los ojos y el llanto.

Creo que en el mundo no hay nada más doloroso que escuchar los gritos de una madre mientras el ataúd de su hijo desciende hasta su lugar de reposo: “Nunca te entendí, nunca te entendí”.

Descanse en paz Juanito.